Tengo el famoso Pico y Placa, pero no tengo
problema, salgo a tomar el transporte público. Identifico la avenida por la
cual pasan muchas busetas que se dirigen por la vía a Siberia hacia el Portal
de la 80, para allí tomar el Transmilenio.
Son las 06:00 de la mañana, mi primera opción es
alejarme de aquel semáforo pues veo los avisos de prohibido recoger y dejar
pasajeros, así que camino 80 metros adelante, donde la buseta no obstaculice la
vía y esperar allí la buseta, bus ó colectivo. Pero, un momento, las busetas
pasan todas de largo mientras sigo con mi brazo extendido haciendo el pare
infructuosamente y me empiezo a preguntar qué es lo que pasa. Ah, bueno, es que
los conductores no paran luego que la luz verde en esa grilla de partida les da
la salida de este cruce. Claro, es eso. Debo hacerme antes del semáforo, para
que las busetas que se van deteniendo abran su puerta y pueda subirme; así que
camino en sentido contrario, atravieso la vía del semáforo y aguardo el
transporte que muy seguramente me recogerá en el siguiente cambio a luz roja.
Camino unos cincuenta metros adelante para
“encontrar” la buseta y que ésta no obstaculice el semáforo. De nuevo mi
brazo extendido se vio como una señal inoperante en estos fallidos intentos
porque una buseta de transporte público me acerque a mi destino. Pero mi
destino será otro.
Al ver que ninguna buseta se detiene en el lugar en
el que estoy, miro hacia el semáforo y me doy cuenta que la buseta al detenerse
en la luz roja es cuando abre su puerta para que algún afortunado peatón pueda
subirse y poner la piel de su cara contra el vidrio de la puerta cuando ésta se
cierre. Ah, claro, ese es el punto, estoy ubicado en el lugar equivocado; debo
hacerme donde la buseta se detiene para que el conductor aproveche el “stop” y
pueda llevarme. Sin embargo, siguen pasando más
y más busetas, todas absolutamente repletas, no paran sencillamente porque
nadie más cabe en estos vehículos que parecen refractarias humedecidas por la espiración
de sus ocupantes y pesadas a primera vista, pues se balancean peligrosamente
cuando frenan ó se cierran para dejar un pasajero en fracciones de segundo para
no recoger a otros. No caben.
Pasaron no sé cuántas busetas con la ruta que
necesitaba, a no sé cuántas les extendí mi brazo, otras tantas llenas de
pasajeros con mirada de satisfacción frente a quienes quedamos a orilla del
camino sin lograr nuestro objetivo. Pasaron treinta y cinco minutos. Y será así
todos los días? me preguntaba con una sensación de fracaso mientras llamaba a
quienes participarían de la reunión para contarles esta historia que bien puede
ser una historia de miseria, de rencor, de desespero, de desencanto, de
gratitud.
De miseria por la precariedad del transporte en
este país, mi país; de desespero porque si fuera mi rutina de trabajo no sé
dónde estaría, si en una clínica psiquiátrica ó en otras latitudes de la tierra,
así fuera en Venezuela que dicen tiene unas autopistas para envidiar,
imagínense; de desencanto ante las cosas positivas que pretendemos escuchar y
decir de nuestra tierra; de desencanto ante el vaso medio lleno. De gratitud
porque soy un favorecido, porque no viajo diariamente, porque mi trabajo no
tiene esa ruta todos los días a las seis de la mañana y que en el resto de
jornadas son otros parajes que debo buscar y a los que podría ir en bicicleta
si quisiera, si mi metabolismo de regulación de temperatura corporal no hiciera
estragos en mi cuerpo ni en mi ropa, pasando a ser entonces una agresión para
los demás, para sus papilas olfativas y para el medio ambiente.
Permitirme el fracaso, la renuncia a las metas y
objetivos no ha sido una opción para mí. Llamo a quienes me aguardaban en esta
cita y les digo en pocas palabras esta situación sin saber cómo describirla,
sin saber pedir excusas por quienes tienen la culpa en todo esto, porque no las
voy a pedir por ellos, las pido por mí; porque hoy concluí que ya “desaprendí”
a viajar en transporte público y me pongo a la tarea de ver que falló y qué haré pasado mañana que debo regresar a la capital en otro día que debo tomar el
transporte público.
Concluyo lo siguiente: Debo ir en ropa cómoda,
llamada “sport” con la cual pueda en una carrera de cincuenta metros robarle el
turno a cualquiera en el ascenso a ese monstruo de metal que abre sus puertas dos
segundos para recoger a un pasajero y
seguir la carrera absurda en su ruta y no perder ni segundos, ni pasajeros, ni
turno, ni dinero. Otra medida es
levantarme una hora antes de lo previsto, tomar un transporte que me lleve
hasta el mismísimo paradero desde donde estas rutas inician su recorrido, allí, pelearé seguramente pensando con el deseo
que si he venido hasta el paradero debo lograr un lugar vacío para irme sentado
hasta mi destino. Digo una hora antes porque gasto media hora en tomar el transporte
hasta el paradero y otra media que gasta el conductor en hacer el peregrinaje
por el pueblo, en caprichosos recorridos para llenar esa buseta hasta los
vidrios y salir despavorido hacia la capital. Una hora antes, porque no puede
ser que esta situación del transporte público me llene el corazón en este día
de una frustración.
Será que los alcaldes, concejales, nunca han
utilizado el transporte público? Pero que pregunta más insulsa. La pregunta
sería: Será que los que se hacen elegir ó elegimos para administrar el Estado y
organizar la vida de los ciudadanos hacia una sociedad más próspera,
organizada, civilizada y humana se preocupan por la vida de los ciudadanos?
Debo quizás aceptar lo que me dijo alguien que supo de la situación y obrar en
consecuencia?: Esa es la selección natural y tú haces parte. No¡ Prefiero
pensar que esta situación puede ser diferente si se hacen las cosas pensando en
el bien y beneficio común. Quiero pensar que el tema de movilidad y
organización de nuestra sociedad en general puede ser una realidad más humana
para todos. Pero será tema para otro blog.
Miguel Ángel Cortés V.
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